Desde que los primeros españoles desembarcaron en territorio americano, los objetivos principales eran el descubrimiento de tierras ignotas y la evangelización de los pueblos allí presentes. Para los Reyes Católicos era primordial que los territorios descubiertos formasen parte de la España de ultramar y no se convirtiesen en zonas de explotación inhumana.

Si bien la toma de decisiones estaba habitualmente inspirada en buenas intenciones, lo cierto es que el hambre de riquezas y la sed de oro no fueron fáciles de reprimir. De hecho, para algunos exploradores, esta tentación sirvió de impulso para aventurarse al descubrimiento de nuevos territorios.

Las principales fuentes de ingresos para los españoles evolucionaron a medida que la presencia crecía y se asentaban en núcleos poblacionales. Primero, destacaron las encomiendas; posteriormente los botines de guerra, el truque a cambio de productos trasladados hasta allí y los saqueos.

Sin embargo, pronto descubrieron el potencial económico de los recursos naturales, principalmente la minería. Esta fue la actividad económica que más movimiento generó, tanto de recursos como de personal.

Las técnicas, así como las principales explotaciones mineras, fueron descubriéndose con la práctica. Ya en el siglo XVI eran comunes las técnicas de “la huaira” peruana y “el azogue” mexicano. Por aquel entonces, ya estaban identificadas las principales minas de Nueva España: Zacatecas, Pachuca o Potosí, entre otras. Por lo menos, una quinta parte de los metales extraídos debían destinarse a la Corona para sufragar los gastos que, desde finales del siglo XVI, eran uno de los principales quebraderos de cabeza en España.

Sin embargo, el esplendor de la minería fue inversamente proporcional a la decadencia de los imperios. A medida que España se enredó en guerras con otras potencias europeas durante el siglo XVII, la necesidad de costear las campañas bélicas repercutió de manera directa en la explotación minera. Esta tenía que tapar los enormes agujeros de las arcas públicas.

Aunque el crecimiento en la explotación supuso un perfeccionamiento de la técnica, también aceleró el agotamiento de los recursos en Perú y México, respectivamente. A esta situación, se sumó un auge de la actividad económica en los territorios de ultramar. Esto propició una mayor independencia de la metrópoli e impidió que gran parte de los recursos se transportaran a la península, porque no llegaban a salir. Así, aunque indirectamente, la decadencia del imperio trajo el despegue de América.

Gracias a la minería, el oro y la plata se consolidaron como patrones financieros de referencia internacional. En 1772, Antonio María de Bucareli decretó que el oro sería la moneda oficial del Virreinato de Nueva España. Una medida revolucionaria que puso fin al trueque y dotó de estabilidad a las actividades comerciales esenciales como la ganadería y la agricultura.

Durante el siglo XVIII, la minería atravesó su época dorada. Su ocaso llegó durante la primera mitad del siglo XIX, en el momento en el que los procesos industrializadores transformaron radicalmente la organización social, el intercambio económico, la producción agrícola y los medios de transporte, en lo que se conoció como el fin de la Edad Moderna y el comienzo de la Edad Contemporánea.