La Semana Santa es la fecha más importante de todas las marcadas en el calendario de la tradición cristiana. Todos los años, durante este tiempo, se rememora la pasión de Jesucristo en Jerusalén. Es precisamente la interpretación popular de este suceso la que ha prolongado en el tiempo prácticas que hoy alcanzan el grado de costumbres tradicionales.
En el imaginario popular es imposible disociar la Semana Santa de las procesiones. Las procesiones, que en absoluto son un fenómeno monolítico, sino que varían dependiendo de la región y el día de la semana en la que se practiquen, son esencialmente una manifestación de la fe trasladada a las calles de la ciudad.
El origen de las procesiones de Semana Santa ha sido objeto de estudio de no pocos académicos. La conclusión que ha agrupado mayor consenso remonta el origen de esta tradición a los siglos XIV y XV y la vincula a cofradías penitenciales. Estas cofradías habrían comenzado a exponer su devoción en público como expresión por las circunstancias de la época: un tiempo marcado por las cruzadas, la reconquista y la tensión con otras religiones.
El siglo XVI trajo consigo la extensión de las procesiones por España. En Castilla predominaba el título de Vera Cruz, mientras que en Aragón era común la adscripción al título de Sangre de Cristo. El carácter de estas cofradías, que pronto proliferaron por los territorios de ultramar, no era festivo; al contrario, el ánimo era de penitencia.
Otra prueba más de que el proyecto español en América no se redujo al dominio territorial, sino que tuvo una vertiente espiritual inmensa, es que se llevó allí la Semana Santa. En 1505, Cristóbal Colón ordenó a su hijo Diego que, por Semana Santa, procurara el perdón para dos reos. Además, a lo largo del siglo XVI llegaron a España noticias de que se estaban celebrando procesiones de Semana Santa en tierras novohispanas, principalmente en México y otros territorios próximos a la ciudad.
Hasta bien entrado el siglo XVII, las procesiones mantuvieron un corte penitenciario en ambos hemisferios, que, por lo general, implicaban el sufrimiento físico de los penitentes provocado por las flagelaciones. Ni la creciente élite ilustrada, ni las corrientes instruidas de la Iglesia, ni tampoco las prohibiciones reales consiguieron erradicar estas costumbres. El propio Francisco de Goya dedicó dos obras en la primera mitad del siglo XIX para representarlas: Procesión de disciplinantes y Escena de disciplinantes.
Las procesiones de carácter disciplinario dieron paso a unas de estilo barroco, que dotan a estas costumbres de un espíritu divulgativo. De este modo, pasaron a ser una expresión narrativa que funcionaba como vehículo de transmisión de la tradición, al estilo catequesis. Esta transición arribó también a los territorios de ultramar a mediados del siglo XVII.
Cabe destacar que la influencia en la celebración de la Semana Santa no fue unidireccional. A nivel estético, la influencia hispanoamericana en España se ha dejado notar. Materiales como el nácar o el carey se pueden ver en la procesión de Jesús Nazareno de Sevilla, el epicentro de la Semana Santa española.
Después de cinco siglos, la Semana Santa continúa siendo esencial en el imaginario católico de Hispanoamérica. Las procesiones son una tradición única en México, El Salvador, Colombia, Guatemala, Perú, Bolivia, Venezuela o Ecuador.
En Estados Unidos, sin embargo, las procesiones no son una práctica tan extendida. El Viernes Santo es fiesta estatal solo en once estados: Connecticut, Delaware, Hawái, Indiana, Kentucky, Luisiana, Nueva Jersey, Carolina del Norte, Dakota del Norte, Tennessee y Texas.
A pesar de ello, el país conserva, desde 1878, una tradición única en el mundo: la fiesta de los huevos de Pascua en la Casa Blanca, conocida como White House Easter Egg Roll.
Son muchas las teorías sobre el origen de la tradición de los huevos de Pascua. Hay quien cree que son símbolo de la Pascua de Resurrección, aunque lo probable es que sean una práctica pagana extendida por Estados Unidos y Europa Central incorporada por migrantes alemanes.