La minería en Nueva España
Desde que los primeros españoles desembarcaron en territorio americano, los objetivos principales eran el descubrimiento de tierras ignotas y la evangelización de los pueblos allí presentes. Para los Reyes Católicos era primordial que los territorios descubiertos formasen parte de la España de ultramar y no se convirtiesen en zonas de explotación inhumana.
Si bien la toma de decisiones estaba habitualmente inspirada en buenas intenciones, lo cierto es que el hambre de riquezas y la sed de oro no fueron fáciles de reprimir. De hecho, para algunos exploradores, esta tentación sirvió de impulso para aventurarse al descubrimiento de nuevos territorios.
Las principales fuentes de ingresos para los españoles evolucionaron a medida que la presencia crecía y se asentaban en núcleos poblacionales. Primero, destacaron las encomiendas; posteriormente los botines de guerra, el truque a cambio de productos trasladados hasta allí y los saqueos.
Sin embargo, pronto descubrieron el potencial económico de los recursos naturales, principalmente la minería. Esta fue la actividad económica que más movimiento generó, tanto de recursos como de personal.
Las técnicas, así como las principales explotaciones mineras, fueron descubriéndose con la práctica. Ya en el siglo XVI eran comunes las técnicas de “la huaira” peruana y “el azogue” mexicano. Por aquel entonces, ya estaban identificadas las principales minas de Nueva España: Zacatecas, Pachuca o Potosí, entre otras. Por lo menos, una quinta parte de los metales extraídos debían destinarse a la Corona para sufragar los gastos que, desde finales del siglo XVI, eran uno de los principales quebraderos de cabeza en España.
Sin embargo, el esplendor de la minería fue inversamente proporcional a la decadencia de los imperios. A medida que España se enredó en guerras con otras potencias europeas durante el siglo XVII, la necesidad de costear las campañas bélicas repercutió de manera directa en la explotación minera. Esta tenía que tapar los enormes agujeros de las arcas públicas.
Aunque el crecimiento en la explotación supuso un perfeccionamiento de la técnica, también aceleró el agotamiento de los recursos en Perú y México, respectivamente. A esta situación, se sumó un auge de la actividad económica en los territorios de ultramar. Esto propició una mayor independencia de la metrópoli e impidió que gran parte de los recursos se transportaran a la península, porque no llegaban a salir. Así, aunque indirectamente, la decadencia del imperio trajo el despegue de América.
Gracias a la minería, el oro y la plata se consolidaron como patrones financieros de referencia internacional. En 1772, Antonio María de Bucareli decretó que el oro sería la moneda oficial del Virreinato de Nueva España. Una medida revolucionaria que puso fin al trueque y dotó de estabilidad a las actividades comerciales esenciales como la ganadería y la agricultura.
Durante el siglo XVIII, la minería atravesó su época dorada. Su ocaso llegó durante la primera mitad del siglo XIX, en el momento en el que los procesos industrializadores transformaron radicalmente la organización social, el intercambio económico, la producción agrícola y los medios de transporte, en lo que se conoció como el fin de la Edad Moderna y el comienzo de la Edad Contemporánea.
Américo Vespucio, el explorador italiano que dio nombre a un continente
Américo Vespucio (Florencia, 1454) era un comerciante y explorador italiano que pasó a la historia por participar en el descubrimiento del Nuevo Mundo e inspirar el nombre con el que se conoce desde 1507 al continente: América.
Poco se conoce de su infancia, aunque archivos históricos de la época demuestran que no fue muy dado a las letras. Creció muy ligado a su tío, Guido Antonio Vespucio, al que, con 23 años, acompañó a Francia. Ejerció de su secretario durante dos años, hasta 1480, lo que le permitió codearse con la clase alta francesa y la comunidad diplomática allí afincada. Los rumores apuntan a que en París pudo haber conocido a Bartolomé Colón, que acudió a la corte de Luis XI en busca de financiación para costear la expedición de su hermano, Cristóbal.
Por motivos familiares, como la muerte de su padre, Américo tuvo que vivir hasta 1491 en Italia, donde pudo servir a la rama Popolano de la familia Médici y conocer a grandes referentes culturales de la época. Por aquel entonces, uno de los negocios que Popolano mantenía en la Península Ibérica comenzó a dar malos resultados. En 1492, acordó mandar a Américo a Sevilla para vender, si hacía falta, el negocio. Sevilla era el punto comercial más importante de la corona de Castilla en esas fechas.
En esa misión, Américo conoció a Berardi, uno de los comerciantes más poderosos de Andalucía. En esa época, los negocios de Berardi estaban centrados en el descubrimiento de nuevas rutas comerciales y marítimas. Entre ellas, la que conectaba el viejo continente con el Nuevo Mundo.
A los pocos años, estas rutas se normalizaron y tanto Berardi como Vespucio firmaron un acuerdo con Bartolomé Colón con el objetivo de aumentar la capacidad y velocidad de tránsito. En 1496, con la muerte de Berardi, Américo Vespucio quedó como albacea de su herencia. Ese mismo año, Colón decidió romper las relaciones comerciales con Vespucio.
La presencia real de Américo Vespucio en alguna de las expediciones al Nuevo Mundo ha albergado siempre dudas. Sin embargo, el testimonio de sus dos cartas impresas despejó algunas de las incógnitas. De hecho, la primera de estas dos cartas, titulada Mundus Novus¸ relata su viaje desde Lisboa hasta el incierto territorio que hoy comprende desde Venezuela hasta Brasil.
A las dos cartas impresas se sumaron una serie de cartas familiares o personales publicadas siglos más tarde. Su contenido fue revisado y puesto en duda por las semejanzas que guardaba con el relato de Colón y las numerosas ocasiones en que restaba mérito a la expedición del genovés.
Sea cual sea el relato certero, la versión más extendida es la de que Américo Vespucio participó en dos o tres viajes al Nuevo Mundo, bajo expediciones tanto portuguesas como castellanas.
Viajó bajo las órdenes de los españoles Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa, siguiendo el rumbo trazado por una de las expediciones colombinas. Por una orden que impedía a los extranjeros viajar en expediciones españolas, Vespucio buscó enrolarse en una de las portuguesas. Así consiguió viajar con Gonzalo Coelho a Brasil. No obstante, no se sabe si repitió con bandera portuguesa bajo el mando de Fernando Noronha.
De lo que sí se guarda constancia es de que, al volver a Sevilla, Américo fue requerido por la Corte española. Junto a Vicente Yáñez Pinzón, Américo Vespucio fue nombrado capitán de expedición. Para poder hacerlo sin quebrantar la orden, la Corte otorgó a Vespucio la carta de naturaleza con la que se le consideraba castellano de pleno derecho.
La expedición a la islas de la Especiería (islas Molucas) se frustró y Vespucio permaneció unos años trabajando en la Casa de Contratación. En 1508 fue nombrado primer piloto mayor de la casa, un puesto que le impidió seguir navegando, pero que le permitió formar a futuros pilotos en los retos que implicaba el periplo hacia América. En esa condición permaneció hasta su muerte, en febrero de 1512.
Américo Vespucio no tuvo una trayectoria especialmente sonada. Sus dos cartas impresas sirvieron para hacerse un nombre, pero su figura se recuerda por un capricho del destino. Una de sus cartas privadas había caído en manos de Renato II, duque de Lorena, en 1506. En esa carta aparecía un mapa que trataba de representar las tierras ignotas recién descubiertas. Ese texto se popularizó y se tradujo al latín para su difusión. El libro final, elaborado por Rigmann y Waldseemüller, recogía en Cosmographiae introductio este fragmento: “Más ahora que esas partes del mundo (Europa, Asia, África) han sido ampliamente exploradas y otra cuarta parte ha sido descubierta por Américo Vesputio (como se verá por lo que sigue), no veo razón para que no se le llame América, es decir, la tierra de Américo.”
Y así es como, a través de la difusión de un mapa, a partir de 1507, comenzó a conocerse el Nuevo Mundo como América.
Los virreyes de Nueva España durante el reinado de Felipe V (1700-1746)
En el año 1700, Felipe de Borbón, duque de Anjou, accedió al trono de España como Felipe V. El último monarca de la casa de Austria, Carlos II, murió sin descendencia y fue Felipe V, como bisnieto de Felipe IV, quien heredó el trono. Sin embargo, la muerte de Carlos II fue la causa de la guerra de sucesión española (1701-1713), que enfrentó a los partidarios de Felipe V contra los defensores del archiduque Carlos de Austria, bisnieto de Felipe III.
La guerra entre borbónicos y austracistas se prolongó hasta la firma del Tratado de Utrecht en 1713. Entre otras muchas consecuencias, la guerra de sucesión supuso la llegada de los borbones a la monarquía española.
Felipe V fue el primer rey borbón en España y su reinado se prolongó durante casi toda la primera mitad del siglo XVIII (1700-1746). Se produjo una breve interrupción en 1724, año en el que su hijo, Luis I, asumió el trono durante 229 días. Felipe V retomó el trono ese mismo año, tras la temprana e inesperada muerte de Luis I a los 17 años.
Durante el reinado de Felipe V asumieron el cargo de virrey de Nueva España hasta nueve personas diferentes:
José Sarmiento Valladares (virrey entre 1696 y 1701) fue el último virrey de Nueva España de la casa de Austria. Le sucedió en el virreinato Juan de Ortega Montañés, que había ocupado el cargo anteriormente en 1696. Su segundo mandato (1701-1702) estuvo condicionado por el mantenimiento de los presidios del norte y el refuerzo defensivo de los puertos atacados por holandeses y británicos.
Francisco Fernández de la Cueva (virrey entre 1702 y 1710) fue el primer virrey nombrado por Felipe V, ya que Montañés ocupó el cargo de forma interina. Fernández de la Cueva tenía como objetivo principal recaudar y enviar dinero a España para sufragar los gastos de la guerra de sucesión española. Su lealtad a Felipe V fue incuestionable. Confiscó todo tipo de bienes, tierras y activos de holandeses y británicos para ponerlo a disposición de la corona. Por sus servicios, Fernández de la Cueva fue el primer virrey en recibir el collar de la Orden del Toisón de Oro.
En 1710 cedió el cargo a Fernando de Alencastre Noroña y Silva (1711-1716). Igual que su predecesor, tenía órdenes de enviar dinero de vuelta a España para costear las contiendas bélicas de la corona. También debía mandar plantas, especias, animales y minerales para profundizar los conocimientos físicos y científicos.
Pero, además, tenía la tarea de establecer una ruta comercial regular entre Nueva España y Perú. Especial atención le merecieron Tabasco y la Laguna de Términos, donde estaban presentes los enemigos ingleses, especializados en saquear embarcaciones comerciales españolas.
Su legado permanece en Linares, la actual ciudad mexicana que fundó como una colonia de Nuevo León.
En 1716 le sucedió en el virreinato Baltasar de Zúñiga y Guzmán, quien heredó el desafío de acabar con el contrabando británico y consiguió echar a los ingleses de la Laguna de Términos. Su gobierno estuvo marcado, por un lado, por la expansión española a lo largo y ancho de Texas. Y, por otro lado, por las consecuencias de la guerra entre españoles y franceses contra británicos en Europa.
En 1722 cedió el testigo a Juan Vázquez de Acuña y Bejarano, que, con 63 años, ocuparía el cargo de virrey hasta su fallecimiento, en 1734. Su gobierno, con 12 años para impulsar políticas, siguió la línea del reformismo borbónico y se consagró como uno de los periodos más progresistas que se recuerdan en el virreinato de Nueva España. Reorganizó la administración, invirtió en obra pública y recaudó cerca de ocho millones de pesos que sirvieron para sufragar los gastos en España.
Tras su muerte en marzo de 1734, el puesto pasó a las manos de Juan Antonio Vizarrón y Eguiarreta, que lo conservó hasta 1740. Su gobierno estuvo plagado de desafíos. El desorden público hacía mella en algunas zonas del territorio y consiguió paliarlo gracias a un acuerdo con los cabecillas. En 1735 se inundó San Agustín, en la Florida. Pero la gran tragedia con la que tuvo que lidiar fue la epidemia de “matlazahuatl”, que, entre 1736 y 1739, recrudeció. Se estima que fallecieron hasta dos tercios de la población india en zonas rurales y 40.000 personas solo en México.
A través de una misiva al rey Felipe V, Vizarrón solicitó el relevo en el virreinato de Nueva España: “Sáqueme V.S., por Dios, deste continuo batallar con la sinrazón”. Para su desgracia, su sucesor llegó en 1740 y falleció al año siguiente, apareciendo su nombre de nuevo en el “pliego de mortaja” (tradición borbónica: los virreyes seleccionados portaban consigo un pliego sellado en el que figuraba una terna, elaborada por el Rey, para su relevo en caso de muerte o incapacidad).
Vizarrón esquivó asumir el virreinato en segundo término, así que el último virrey de Nueva España durante el reinado de Felipe V fue el conde de Fuenclara, Pedro de Cebrián y Agustín (de 1741 a 1746). Llegó en 1742, en un momento de máxima fragilidad en la relación de los españoles con los británicos, que entre 1740 y 1748 se enfrentaron en la guerra de sucesión austriaca. El coste para financiar el esfuerzo militar español en el Mediterráneo era cuantioso.
El conde intentó armonizar los intereses comerciales de españoles y mexicanos. Pero de donde más dinero extrajo fue de la ampliación de las excavaciones en yacimientos mineros: en cuatro años sacó plata por valor de más de cinco millones de marcos. Su política de gasto público no agradó en España, desde donde no entendían por qué no llegaba más dinero de Nueva España. Un par de motines fueron sonados durante su gobierno: uno, por un malentendido religioso, y otro, por la donación semanal a la Corona que se impuso en algunas zonas a los habitantes.
En julio de 1746, coincidiendo con la muerte de Felipe V, el conde de Fuenclara fue sucedido en el cargo. Fernando VI asumió la Corona de España y Juan Francisco de Güemes, el virreinato de Nueva España. Un territorio que durante la primera mitad del siglo XVIII había sufrido los estragos económicos de las aventuras bélicas de España en Europa y había intentado sobrevivir recaudando dinero y apaciguando las revueltas locales que dificultaban la administración.
Fuerte Charlotte, la batalla clave de Bernardo de Gálvez contra los británicos
Desde 1775 hasta 1779, España permaneció oficialmente neutral en la guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-1781). Sin embargo, al cuarto año de la contienda, Carlos III hizo público el apoyo a las trece colonias que, desde 1775 de manera secreta, había ofrecido.
España arrastraba varias décadas de inestabilidad con Gran Bretaña. La guerra de los Siete Años (1756-1763) trajo numerosas pérdidas humanas y una reconfiguración territorial que afectó a la administración española de La Habana, Manila y Florida. Además, la cercanía diplomática de los británicos con los vecinos portugueses complicaba todavía más la situación.
En este contexto, en el que Gran Bretaña luchaba por calmar la revolución de los colonos norteamericanos, España firmó con Francia el Tratado de Aranjuez (1779). Un acuerdo que confirmó la intervención española en la guerra de Independencia de los Estados Unidos. Con la rúbrica del Tratado de Aranjuez comenzó la guerra anglo-española (1779-1783), que pasó a la historia como un conflicto entre británicos y españoles en el marco de la guerra de Independencia norteamericana.
Este conflicto consagró a Bernardo de Gálvez como uno de los militares más prestigiosos y laureados de la historia de España en Norteamérica. Como gobernador de la Luisiana, que España recibió en 1763 tras la firma del Tratado de París, lideró el intento de recuperar La Florida y acabar con la presencia británica en el golfo de México.
Antes de luchar por Pensacola, Bernardo de Gálvez organizó la conquista de Mobile, que, obligatoriamente, implicaba la toma del Fuerte Charlotte. Entre unidades regulares de regimientos españoles y milicianos, consiguió reunir en 14 barcos a 1.300 hombres, por debajo del número estimado para llevar a cabo la campaña.
Las tropas británicas, lideradas por el general Campbell, estaban afincadas principalmente en Pensacola. En Mobile, cuando recibieron la noticia de la aproximación de los hombres de Gálvez, apenas había entre 200 y 300 británicos. A finales del mes de febrero, los españoles comenzaron el asedio al Fuerte Charlotte.
En los primeros días de marzo y ya con parte del fuerte abierto, Bernardo de Gálvez solicitó la rendición de los pocos británicos allí presentes. La capitulación de los hombres de Campbell no sucedió hasta casi dos semanas después. Durante días, los españoles habían castigado el fuerte.
El 12 de marzo, los británicos izaron la bandera blanca. El 13 capitularon. Y el 14 de marzo, los españoles tomaron el control del Fuerte Charlotte. Una conquista clave en términos estratégicos por la ventaja posicional que otorgó para preparar el asalto definitivo a Pensacola.
La labor de Bernardo de Gálvez en la recuperación de La Florida fue clave para distraer a las tropas británicas de su contienda principal contra los revolucionarios de las trece colonias del norte. Por esta razón, y por muchas otras hazañas, el primer presidente de Estados Unidos, George Washington, otorgó a Bernardo de Gálvez el título de Ciudadano Honorífico. Desde entonces, por éxitos como el de la batalla del Fuerte Charlotte, Bernardo de Gálvez es considerado uno de los padres fundadores de Estados Unidos.
Luisiana, el territorio estadounidense que pasó por manos españolas y francesas
El territorio de Luisiana, actualmente ubicado en la zona suroeste de Estados Unidos, en la parte estadounidense del Golfo de México, fue descubierto por exploradores españoles durante la primera mitad del siglo XVI.
El delta del río Mississippi, que hoy forma parte del estado de Luisiana, fue descubierto en 1519 por los hombres de la expedición de Alonso Álvarez de Pineda. A los pocos años, otros personajes históricos, como Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Hernando de Soto o Francisco Vázquez de Coronado, exploraron la cuenca del río Mississippi desde la Florida y cruzaron la región. Existen, por lo tanto, evidencias de que la presencia española en Luisiana antecede a la incorporación del territorio por parte de los franceses en Nueva Francia (en torno a la actual zona francófona de Francia).
En 1673, las expediciones galas, que partían de las colonias de Nueva Francia con intereses económicos y soberanistas, decidieron reclamar como francés el territorio cercano al río Mississippi. Con esta determinación, los franceses lograron extender el territorio de Nueva Francia desde los Grandes Lagos hasta el Golfo de México.
A partir de 1682, la zona fue bautizada como Luisiana francesa , en honor al rey Luis XIV. Permaneció como territorio francés durante casi un siglo entero, hasta 1763. Un año antes, España había entrado en la Guerra de los Siete Años (1756-1763) para apoyar a Francia y, a cambio, el rey Carlos III solicitó que París cediera la Luisiana a los españoles. Francia fue la gran perjudicada del conflicto bélico y se vio obligada a entregar a Gran Bretaña todos los terrenos al este del Mississippi , además de los territorios en la zona norte de Nueva Francia, lo que es hoy la frontera entre Estados Unidos y Canadá.
La Luisiana pasó a manos españolas tras la firma del Tratado de París (1763), por el cual España cedía la Florida que, de facto, no controlaba. La gestión de Luisiana no fue una tarea sencilla para Antonio de Ulloa, el primer gobernador español de allí. Por un lado, las arcas públicas estaban mermadas por las guerras en las que se había visto involucrada España. Y, por otro lado, el grueso de la población había crecido bajo administración francesa y recelaban del cambio de soberanía a manos españolas.
A pesar de las dificultades, durante la presencia española en Luisiana, el territorio experimentó un crecimiento demográfico sin precedentes. Con los gobiernos de Luis de Unzaga y Amézaga y de Bernardo de Gálvez, se impulsó la inmigración de origen europeo. Entre 1763 y 1803, periodo de administración española de Luisiana, la población creció un 500%.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, las hazañas de los gobernadores españoles de Luisiana se sucedieron. Bernardo de Gálvez, principalmente, se consolidó como uno de los exponentes más populares de la presencia española en la zona. Derrotó a las tropas británicas en Baton Rouge, Naches, Mobile y Pensacola.
A pesar de esas décadas de esplendor, la situación política de la Península Ibérica afectó a los territorios españoles de ultramar. La inestabilidad política era la nota dominante en España tras la llegada de Napoleón al poder en Francia. En el año 1796, España firmó el segundo Tratado de San Ildefonso con Francia (el primero se firmó en 1777), un acuerdo de apoyo mutuo contra Gran Bretaña, que entendían que era el enemigo común.
En el año 1800 se rubricó un nuevo Tratado de San Ildefonso. Firmado entre Urquijo, en representación del rey Carlos IV, y Berthier, en representación de la república francesa, el tercer Tratado de San Ildefonso se mantuvo en secreto durante meses. En el texto se acordó que, pasados seis meses, España entregaría la Luisiana a Francia, territorio soberano español desde el Tratado de París de 1763.
España siguió administrando Luisiana hasta 1803, cuando se conocieron los puntos del acuerdo. El mismo año en el que Napoleón, incumpliendo los términos del último Tratado de San Ildefonso, decidió vender Luisiana a Estados Unidos por un precio ligeramente superior a los 23 millones de dólares.
Actualmente, el legado español en Luisiana está muy presente, especialmente vinculado con la figura de Bernardo de Gálvez. La bandera de Baton Rouge, aprobada oficialmente en 1995, recoge la historia de la ciudad de manera muy clara y representa a España con un castillo en la parte superior derecha. Precisamente, Bernardo de Gálvez fue el responsable de liberar a la ciudad de la presencia británica. Y Pensacola, conocida como “La Ciudad de las Cinco Banderas”, tiene las enseñas de Castilla y León.
La Constitución de 1812 y sus implicaciones en los territorios españoles de ultramar
La Constitución de 1812, la primera carta magna de España, se promulgó el 19 de marzo de ese año en Cádiz. La fecha coincidió con el día de San José, de ahí que tradicionalmente se la conozca como La Pepa.
El texto, a pesar de solo estar en vigor seis años en tres etapas diferentes, tuvo unas implicaciones directas en la consolidación de España como Estado nación, una estructura política que surge a mediados del siglo XVII tras la firma de la Paz de Westfalia (1648).
Pese a su efímera vida, la Constitución de Cádiz funcionó como catalizador del desarrollo constitucional de diferentes países iberoamericanos y europeos. Señaló la senda para el reconocimiento legal de la soberanía nacional.
La Constitución de 1812 enfrentó, por el momento histórico en el que fue diseñada, una realidad compleja: la situación de los territorios españoles en América. Los doceañistas liberales tuvieron que abordar la administración de los territorios españoles de ultramar y, por esta razón, confeccionaron un texto que no renunciaba a incluir las zonas allende la Península Ibérica.
El artículo primero de la Constitución de 1812 reza así: “La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. De esta forma, la Constitución de Cádiz ampliaba su rango de aplicación tanto en Iberoamérica como en España.
Esta condición bihemisférica, de la que el texto no pudo desprenderse, dotó a la Constitución de una singularidad sin precedentes en lo que al constitucionalismo moderno se refiere. Fue redactada por mentes americanas, pues cinco diputados americanos formaron parte de la comisión de redacción, y se sometió a debate y votación por representantes americanos en las Cortes de Cádiz.
De manera directa, la Constitución de 1812, al dotar a España de condición de Estado, cambió la situación de los súbditos de América. A partir de entonces, pasaron a ser ciudadanos de derecho, igual que los ciudadanos españoles. Por tanto, integró a las colonias dentro del nuevo Estado nación. De ahí que algunos académicos constitucionalistas señalen que provocó una revolución constitucional ultraoceánica.
Más allá del efecto transformador a nivel interno en España, la Constitución impactó de manera directa en la administración territorial de América y generó descontentos de diversos colores. Por un lado, implicó la transferencia de poder del Estado a las comunidades locales, por lo que delimitó cuantiosamente el poder indirecto de los virreinatos y de los responsables directos de aplicarla (virreyes y capitanes generales), que veían cómo la aplicación del texto mermaba sus privilegios; y, por otro lado, decepcionó a los criollos, que vieron cómo la carta magna coartaba sus anhelos de independencia y los ataba a España. Un conflicto de posturas entre centralistas y federalistas que no fue baladí.
La inestabilidad política en España pasó factura a la aplicación efectiva de la Constitución. Promulgada en 1812, quedó sin efecto a mediados de 1814, cuando Fernando VII asumió de nuevo el poder absoluto. Durante seis años, hasta 1820, España y sus provincias de ultramar vieron suspendida temporalmente su obligación para con la Constitución de Cádiz.
En 1820, de nuevo, Fernando VII juró, de manera obligada, lealtad a la Constitución de 1812 y esta entró en vigor hasta 1823, durante el conocido como Trienio Liberal propiciado por Rafael de Riego.
Todo este trajín político en España, desde 1808 hasta 1823, tuvo consecuencias directas en América, donde proliferaron juntas de gobierno locales para garantizar una administración relativamente estable. La lucha de estos territorios por emanciparse de España se vio favorecida por esta situación.
Aunque, en las décadas siguientes, España presenció la independencia progresiva de sus territorios, sí quedó patente que fue la Constitución de Cádiz la que inspiró los textos propios de muchos territorios emancipados. Por ejemplo, México declaró su independencia en 1821, pero la Constitución de 1812 rigió hasta 1823. Animó también la de Colombia en 1821 y la de Portugal en 1822, que luego sirvió como inspiración de la brasileña; así como el Acta Federal mexicana de 1824 y la de Perú de 1826.
Entrevista a Fernando Prieto, secretario general de la Fundación Consejo España-EE.UU.
The Hispanic Council continúa reforzando su Consejo Asesor con la reciente incorporación de Fernando Prieto Ríos, secretario general de la Fundación Consejo España-EE.UU. Fernando es diplomático de carrera desde el año 1992. Antes de asumir la Secretaría General de la Fundación Consejo España-EE.UU., entre septiembre de 2016 y julio de 2021, ejerció como consejero político en la Embajada de España en Washington. En Estados Unidos ha trabajado también como subdirector para América del Norte en el Ministerio de Asuntos Exteriores (de 2007 a 2010) y como secretario en la sección política de la Embajada de España en Washington (de 2002 a 2007). Ha estado destinado también en las Embajadas de España Mozambique, Namibia, Colombia y El Salvador. Y también ha ejercido como funcionario en la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Con motivo de su nombramiento como miembro del Consejo Asesor de The Hispanic Council, hemos querido conocer la labor de la Fundación Consejo España-EE.UU. en el vigésimo quinto aniversario de su creación.
La fundación se constituyó hace 25 años. ¿Qué balance puede hacerse de la trayectoria de la Fundación Consejo España-EE. UU. desde su creación?
El balance es muy positivo, y la Fundación celebra sus 25 años de existencia con una historia de éxito. Nació para encargarse de organizar los Foros España – Estados Unidos, tras las primeras ediciones en Sevilla en 1995 y Toledo en 1996, y desde entonces ha crecido de forma sostenida y se ha consolidado como la primera y más importante entidad privada al servicio de la relación bilateral con EE. UU. Estos 25 años han sido muy intensos, y la Fundación ha vivido de cerca el espectacular aumento de las inversiones españolas en EE.UU. y el fuerte incremento de las relaciones con ese país en muchos otros campos.
Las claves del éxito han sido la estrecha colaboración público-privada y el constate apoyo de la Casa Real, como bien expresan los expresidentes de la Fundación en el vídeo conmemorativo de los XXV Foros España – Estados Unidos, que puede verse en el canal de YouTube de la Fundación.
¿Por qué entiende la Fundación Consejo España-EE. UU. que es importante seguir tendiendo puentes entre España y EE. UU. a nivel multidimensional, desde la cooperación económica y política hasta la cultural y educativa?
No puede haber cooperación sin confianza, ni confianza sin un conocimiento mutuo. La Fundación tiende puentes en todos esos ámbitos para favorecer ese acercamiento y mejorar las respectivas imágenes de nuestros países.
Los círculos económico, político, social y cultural de EE.UU. están en contacto estrecho, y a menudo se superponen. Además, la sociedad civil norteamericana tiene una fuerza extraordinaria. Por tanto, y de cara al país más importante del mundo, es vital intentar combinar las energías de los actores españoles interesados en EE.UU. en todos los ámbitos, con vistas a generar relaciones de amistad y cooperación con el mayor número posible de contrapartes norteamericanas. Todos son importantes porque se trata de estrechar las relaciones de las sociedades civiles en su conjunto, de modo multidimensional. Y eso lo hacemos a través de nuestros programas y actividades.
¿Cuál ha sido el hito más importante que ha logrado la Fundación Consejo España-EE. UU. desde su fundación en 1997?
Destacaría el haber celebrado 25 encuentros de alto nivel, los Foros España – Estados Unidos, en los que se revitaliza el diálogo y se comparten puntos de vista sobre temas fundamentales de la agenda bilateral, entre otros: la defensa y la seguridad, la evolución política en regiones de interés común, las inversiones y el comercio, y el español en el mundo y en los EE.UU.
También quiero mencionar el haber impulsado una extensa y diversa red de contactos entre los dos países gracias a estos encuentros y gracias también a los diferentes programas de visitantes que gestiona la Fundación, dirigidos sobre todo a jóvenes norteamericanos con potencial de liderazgo.
Aparte, la Fundación ha sido muy activa en difundir el importante legado histórico español en EE.UU. y la relevancia de figuras como Bernardo de Gálvez, el gran héroe español en la independencia de EE.UU. También, y desde 2014, la Fundación ha gestionado con éxito dos grandes exposiciones, ‘Diseñar América: el trazado español de los EE. UU.’, que tras su inaguración en la Biblioteca Nacional itineró en Estados Unidos bajo el epígrafe ‘Designing America: Spain’s Imprint in the U.S.’, y la más reciente, ‘Emigrantes invisibles. Españoles en EE. UU. (1868 – 1945)’, que acaba de clausurar su segunda sede en España y prevé dar el salto a Estados Unidos próximamente.
¿Cuál es el diagnóstico actual que hace la Fundación Consejo España-EE. UU. sobre las relaciones entre ambos países? No solo a nivel político, también en el plano de la confianza de inversiones extranjeras, proyectos de intercambio educativo, el apoyo en transformación digital y desarrollo científico, etc.
La relación es excelente en todos los órdenes, y la previsión más realista es que va a seguir mejorando y creciendo en los próximos años. En el ámbito económico-empresarial, son muchas las empresas españolas, desde las grandes corporaciones hasta startups, que en los últimos 15 años se han abierto paso y continúan trabajando en el mercado estadounidense con gran éxito.
En ese mismo periodo han crecido espectacularmente los intercambios de profesores españoles y norteamericanos gestionados por nuestro Ministerio de Educación, que rondan los 3.000 por año. La comunidad de científicos españoles en EE.UU. sigue siendo la más importante de todas las que hay fuera de España, y también se ha mantenido España como uno de los primeros destinos de estudiantes universitarios norteamericanos.
Además, en estos últimos años, la comunidad hispana de EE.UU. ha pasado a ser la primera minoría del país, y experimenta un ascenso imparable en su influencia política y social. Esto es una gran oportunidad, porque podemos crear lazos especiales de afinidad con buena parte de esa comunidad que, en todo caso, es la primera aliada para promover la lengua española en EE.UU.
¿Cómo animarías a los jóvenes de ambos países a valorar e impulsar las relaciones España-EE. UU.?
España es un país europeo, pero también americano: la geografía y la historia nos han hecho un país transatlántico. Y la tendencia clara es que, en los próximos años, vamos a seguir privilegiando esas dos zonas geográficas, Europa y América, sobre todas las demás.
Los jóvenes españoles con ambición de liderazgo deben tener presente lo anterior, y recordar que conectarse con EE.UU. amplía los caminos del éxito, y multiplica las posibilidades de prosperar en España, en Europa, e incluso en el resto del mundo.
En la otra orilla del Atlántico, nuestra aspiración es llegar cuanto podamos a jóvenes estadounidenses con potencial de influencia. Queremos que se interesen por España, haciéndoles ver que somos un país dinámico y solidario, con fuerte conciencia medioambiental, y con entidades de primer orden mundial en determinados sectores económicos y en algunos campos del saber. En especial, a los jóvenes y a los líderes hispanos de EE.UU. nos gustaría darles a conocer nuestro pasado común, para que valoren el presente y les impulse a incrementar las relaciones futuras entre ambos países.
Antonio de Ulloa, el primer gobernador español de Luisiana
Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiral (1716-1795) nació en Sevilla y pasó a la historia por ser escritor y militar, pero, sobre todo, por ser el primer gobernador español de Luisiana.
Hijo de una familia numerosa y reconocida, Antonio de Ulloa estudió Latín y Matemáticas para ser aceptado en la Armada de Galeones. Su intención no era otra que poder viajar a América. Con apenas 15 años realizó su primer viaje, a bordo del galeón San Luis.
Su formación científica le llevó, con 18 años, a formar parte de una expedición muy especial. Por aquel entonces, en la primera mitad del siglo XVIII, uno de los debates sociales más candentes era sobre la figura real de la Tierra. Una discusión que dividía a cartesianos de newtonianos.
La Academia de Ciencias parisina acordó, junto con los españoles, llevar a cabo una expedición a Quito para investigar diferentes medidas del meridiano. Por esta razón, Antonio de Ulloa embarcó hacia el virreinato de Perú. Debido a su joven edad, las autoridades le ascendieron cuatro rangos en la escala de la Marina, para aparentar una igualdad de estatus con los franceses.
Ulloa entabló una relación muy estrecha con Jorge Juan (1713-1773) durante los 10 años que duró la expedición. Compartieron desencantos con la tripulación francesa y lideraron la defensa del Mar del Sur durante tres años y medio de los ataques ingleses. A su vuelta a España, en 1745, se separaron, y la embarcación de Ulloa cayó presa de los ingleses.
Jorge Juan
El sevillano permaneció un año en Londres hasta que recuperó parte de sus documentos científicos. Los caminos de Ulloa y Jorge Juan, no obstante, volverían a cruzarse en España. En un plazo de tres años, ambos académicos escribieron tres obras de máxima relevancia: Relación histórica del viage a la América Meridional (1748), Observaciones astronómicas y phísicas en los reynos del Perú (1748) y Dissertación histórica y geográphica sobre el meridiano de demarcación entre los dominios de España y Portugal (1749).
Su obra más famosa no se halla entre las anteriores, sino que se trata de Noticias secretas de América, que no fue publicada hasta 1826 por un inglés desconocido. En sus páginas, que en un primer momento habían de servir como informe de situación, ambos, Ulloa y Jorge Juan, recogían su sincero y humilde punto de vista sobre la situación en Hispanoamérica.
El marqués de la Ensenada, uno de los baluartes ilustrados del reformismo español, consideró que España debía de modernizarse y, por ello, qué mejor manera de hacerlo, invirtió recursos en copiar a los ilustrados europeos. Así, Ulloa, además de recorrer la costa mediterránea española, viajó durante casi tres años por los principales países del centro y norte de Europa. Su cometido era el de empaparse de los grandes proyectos europeos de infraestructura moderna que estuvieran consolidando a estos países como potencias económicas, pero también culturales.
Regresó a España con una gran cantidad de ideas que fue ejecutando y desarrollando con premura: el Canal de Castilla, el Laboratorio Metalúrgico, el Jardín de Plantas de Madrid, la Casa de Geografía y muchos otros más.
Su experiencia y profesionalidad fue recompensada con el cargo de gobernador de una zona del Perú desde 1758 hasta 1764. Un cargo que compaginó con el de superintendente de minas de la región. Las consecuencias del Tratado de París (1763) afectaron a los territorios españoles de ultramar en general, pero a Ulloa en particular. Por este acuerdo, España perdía La Florida, pero recibía Luisiana de manos francesas. Carlos III encargó a Ulloa gobernar el territorio de Luisiana, convirtiéndose así en el primer gobernador español del recién incorporado territorio de Nueva España.
Firma del Tratado de París (1763)
La tarea de Ulloa en Luisiana no fue sencilla: una economía en trance por el gasto de la guerra y una población francesa descontenta con el cambio de poder. Dos años después, en 1768, Ulloa tuvo que huir de Luisiana hacia España.
De vuelta en su país natal, Ulloa recuperó la actividad académica como profesor vinculado a la Academia de Guardias Marinas. En Sevilla, al mismo tiempo, impulsó diferentes obras reformistas.
Su idilio con Nueva España no terminó con su huida de Luisiana. En 1776 se le encargó comandar la última flota de Indias. A los dos años volvió de México con información suficiente para redactar una nueva obra, Descripción geográfico-física de una parte de la Nueva España. Participó, al poco tiempo, en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos en las Azores, donde su campaña no salió muy bien parada, aunque luego fue nombrado director general de la Armada española.
Ulloa invirtió los últimos años de su vida en la escritura académica, como había hecho durante toda su trayectoria. Fue durante esta etapa cuando recibió el reconocimiento que le atribuía haber sido el primero en introducir la platina (llamada también “oro blanco”) en Europa. En uno de sus últimos escritos, Juicio sobre el metal platina, demostró un conocimiento excelso sobre la minería de este material en América.
En 1795, después de una vida envidiablemente fructífera, Antonio de Ulloa, primer gobernador español de Luisiana, falleció en Cádiz, dejando un vasto ejemplo de la implicación española en el desarrollo científico.
José Ignacio de Viar y José de Jáudenes: los dos primeros embajadores españoles acreditados ante un presidente de EE.UU.
El 4 de marzo de 1789 entró en vigor la Constitución de los Estados Unidos, creada en septiembre de 1787. El documento delimitaba el marco nacional de gobierno y dividió el sistema federal en tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Desde entonces, se han aprobado hasta 27 enmiendas diferentes, en una clara demostración de que el texto consensuado en el siglo XVIII no podía cubrir desafíos o necesidades posteriores.
Aunque legalmente no se definió Estados Unidos hasta la aprobación de su Carta Magna en 1789, España tenía relaciones diplomáticas con el país desde unos años antes. Por esta razón, se puede afirmar que el primer embajador español en Estados Unidos fue el bilbaíno Diego de Gardoqui, afincado en Filadelfia, la capital por aquel entonces, desde 1785 hasta 1789. Su acreditación como embajador se realizó ante el Congreso de los Estados Unidos, pues la investidura del primer presidente, George Washington, no se celebró hasta abril de 1789, con la Constitución ya en vigor.
Diego de Gardoqui, primer embajador español en Estados Unidos
Por esta razón, los primeros embajadores españoles acreditados por un presidente estadounidense fueron José Ignacio de Viar y José de Jáudenes y Nebot. Un caso peculiar porque ambos habían sido los acompañantes más cercanos de Gardoqui en Estados Unidos. El puesto de embajador iba de la mano del de encargado de negocios. Por ello, al volver temporalmente Gardoqui y Jáudenes a España en octubre de 1789, Viar asumió el puesto de encargado de negocios de manera interina.
José de Jáudenes
En febrero de 1791, no obstante, Jáudenes anunció su intención de regresar a Estados Unidos. A partir de junio de ese mismo año ejerció, de manera conjunta con Viar, el papel de encargado de negocios de Carlos IV ante George Washington. De ahí que, durante casi todo el año 1791, esté oficialmente registrado que España tuviera a dos personas como embajadores y encargados de negocios en Estados Unidos.
La ambigüedad institucional duraría poco, hasta el 1 de diciembre de 1791. En julio de 1792, Jáudenes asumió el cargo a título individual, y permaneció como embajador español en Estados Unidos hasta 1794, cuando se planteó su vuelta a España para la intendencia del ejército del reino de Mallorca.
Viar, por su parte, había logrado permanecer en Filadelfia, renunciando al cargo de cónsul general, lo que le hubiera obligado a mudarse a Charleston. Durante gran parte de 1796, reanudó sus tareas de encargado de negocio, hasta la llegada del siguiente embajador español, Carlos Martínez de Irujo y Tacón.
Con Martínez de Irujo puso fin a la inestabilidad diplomática de España en Estados Unidos, ya que se mantuvo en el país durante doce años, hasta mediados de 1807.
Carlos Martínez de Irujo y Tacón
En lo que a Viar y Jáudenes respecta, el primero se mantuvo en Filadelfia acompañando a Martínez de Irujo hasta el nombramiento de Luis de Onís, y el segundo desempeñó sus labores de intendente en Baleares, Cataluña y Extremadura, donde pasó los últimos días de su vida.